En un día como hoy una noticia sobresaltaba al mundo del arte en Galicia, el fallecimiento de Leopoldo Nóvoa, uno de sus grandes patriarcas y figura referencial. Dejaba así en estado de shock a un sector que desde hace muchos años entendía la importancia y consideración de su obra. Hoy, un año después, su memoria permanece viva a través de una exposición abierta en la sede compostelana de NovaGalicia Banco hasta el 10 de marzo, organizada como homenaje a quien construyó uno de los territorios plásticos más fructíferos de nuestro arte.
Cae uno ante las piezas de Leopoldo Nóvoa y parece que todo permanece igual. Situarse ante las imponentes obras de esta muestra no es más que pensar en cómo Leopoldo Nóvoa sigue acumulando cenizas para componer versos en su estudio de París, o de qué manera continua agujereando las superficies del lienzo en su taller de Armenteira para llenarlos de unas ‘saudades’ a través de las cuales seguir respirando su obra y, como no, él mismo.
En definitiva, ha transcurrido un año desde aquella noticia que arrasó las almas de los que bebíamos de su creatividad como si de un bálsamo se tratase a la hora de combatir tanta banalidad como la que nos ofrece gran parte del arte actual. Leopoldo Nóvoa hacía expresión de ese desasosiego pessoano que hay en toda su obra, la inquietud reflejada a través de unos territorios de expiación que afloraban a una bestia artística. “Yo no me sé explicar…. es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres” dice la Maga Lucía, protagonista de ‘Rayuela’. Leopoldo Nóvoa, con un tránsito vital semejante al de la figura parida por Julio Cortázar, uruguayo adoptivo y emigrado en París, explica su comprensión de la vida a través de unas obras que resumen toda una existencia.
Espacios sagrados de cenizas, poesías y reflexiones. Escaleras y cruces como símbolos de distancias y cercanías con algo, quien sabe, si el cielo de ‘Rayuela’, ¡qué hermoso sería! Geografías que, a fuerza de ser vistas, se convierten en íntimas, en recorridos planteados desde nuestra esencia fugaz y en la que esa ceniza redentora, como lo fue un día del propio pintor tras el incendio de su taller parisino, es parte de nuestra alma. Así componía Leopoldo Nóvoa y así llega hasta nosotros, como llegó en su vida, y seguirá llegando en su ausencia, como ese gran legado de los creadores que es la permanencia atemporal de su trabajo, de ahí el título de esta exposición compostelana: ‘Leopoldo Nóvoa alén do tempo’, en la que se reunen obras de la entidad organizadora, NovaGalicia Banco, y de coleccionistas particulares.
No existe el tiempo al hablar de arte, y menos en el caso del pintor de Salcedo, en el que ese tiempo se diluye lentamente a través del polvo de la vida y la visión sosegada a través del tamiz artístico. Depuración que pasaba a formar parte de sus pinturas, entendidas más allá de esa técnica para materializarse en paisajes vitales.
Me gusta pensar en Leopoldo Nóvoa superando esa dimensión temporal y hasta espiritual para reunirse con su amigo Cortázar y hablar, no solo de las cosas tristes, sino también de las alegres. De los recuerdos de aquella fraternidad del piolín que trianguló la vida entre Buenos Aires, Montevideo y París a través de un cordel para sostener el mundo, pero sobre todo su universo de palabras y gestos, convirtiendo la luz de esas tres agitadas metrópolis en parte de unas obras sin las cuales nuestro mundo hoy se volvería infinitamente peor de lo que sería sin cronopios ni cenizas. Huérfanos de una estirpe legendaria de la que nos queda su simiente. La mejor herencia, el mejor consuelo.
Publicado en Diario de Pontevedra el 24/02/2014.
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Cruzo un desierto y su secreta
desolación sin nombre.
El corazón
tiene la sequedad
de la piedra
y los estallidos nocturnos
de su materia o de su nada.
Hay una luz remota, sin embargo,
y sé que no estoy solo;
aunque después de tanto y tanto no haya
ni un solo pensamiento
capaz contra la muerte,
no estoy solo.
Toco esta mano al fin que comparte mi vida
y en ella me confirmo y tiento cuanto amo,
lo levanto hacia el cielo
y aunque sea ceniza lo proclamo: ceniza.
Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora,
cuanto se me ha tendido a modo de esperanza.
(‘Serán ceniza’. José Ángel Valente)
La muerte de Leopoldo Nóvoa deja al universo plástico huérfano de una de sus figuras más singulares. Como suele suceder en demasiados casos su trabajo no ha sido suficientemente valorado, ya no solo a nivel español,-incomprensiblemente ignorado su óbito en los grandes medios-, sino en Galicia, a la que conectó de forma pionera con una manera de pintar que en nuestra comunidad era inasumible por sus artistas. Su fallecimiento permite seguir varios de los rastros que él mismo dejó establecidos en sus obras. Huellas de un presente para un futuro.
Poesía. Pocos, muy pocos creadores desde el mundo de la plástica están capacitados para que sus obras, esas fascinantes superficies de trabajo, provoquen una introspección poética de sus componentes. Leopoldo Nóvoa logró bien pronto esa transustanciación poética de su obra. Desde el Cono Sur, observaba una realidad salpicada por las metáforas de Cortázar, el constructivismo de Joaquín Torres y la espacialidad de Jorge Oteiza, no había más que dejarse llevar por una aproximación al mundo desde una geografía que hervía a fuego lento con un ambiente cultural incomparable a ningún otro lugar en las décadas centrales del siglo XX. A Leopoldo Nóvoa le comenzaba a preocupar la exégesis del cuadro, su capacidad para desentrañar en él posibilidades y realidades, es decir, lo que existe en el mundo real y lo que la mente del artista es capaz de provocar desde la inquietud del artista. Esa mente sabía a buen seguro lo que quería, el problema era darle forma, conformar ese trasvase del mundo de las ideas al soporte físico. Y así es como empezó a caminar la obra de Leopoldo Nóvoa, entre famas y cronopios, entre líneas, huecos y materias que fueron deviniendo en poesía. Una poesía que hizo de sus superficies abstracción, informalismo lo bautizaron los que dan nombre a las teorías artísticas, argumentando un lirismo que subyace en cada uno de sus gestos, en sus superficies lisas y depuradas, en su meditada conformación del espacio. Como la palabra en el verso, el equilibro era el centro de observación y el lugar desde donde proyectar el futuro.
Memoria| El futuro era Europa y cómo no, París. Allí, en la Rue de Faubourg de Sainte Antoine, Leopoldo Nóvoa mudaba de paisaje y de realidad. Sin océano por medio su patria, la gallega, estaba más cerca, se apretaban los sentimientos y éstos se depositaban a orillas de un Sena por donde bajaba como un torrente una corriente de existencialismo que arrastraba a todo aquel que osase aproximarse a ella. Sartre, Camus o Beauvouir no dejaban de incendiar cabezas, de asediar al ser humano con soflamas para despertar conciencias. A ellos Leopoldo Nóvoa les arrancó una de sus banderas, la de la libertad, y la clavó con la contundencia de un alpinista en la cumbre de un ocho mil sobre esas superficies en donde se tamizaba la vida, como en un manifiesto de aquellos que caían entre los adoquines y eran arrastrados por las masas de estudiantes hasta las alcantarillas que desembocaban en un regenerador Sena. La luz de París, alimentada por años de vanguardias, dulcificó la secuencia de trabajo, hizo de esa abstracción un lugar mucho más lírico que el propuesto desde otros frentes informalistas como los que devenían en la España tardofranquista con Tàpies, Saura, Canogar o Millares. A diferencia de ellos, el germen parisino y el útero gallego, alentaron un escenario menos agresivo y primitivo, dulcificando en forma y fondo con respecto a esas otras experiencias más ligadas al Mediterráneo, por parte de Tàpies, y a la oposición frente al paisaje artístico permitido por el Régimen en España, en el caso de los otros artistas citados.
Claudicaban los setenta y un fuego abrasador ponía patas arriba todo un estudio y una mente. Lejos de huir, de dar la espalda a la destrucción y al desconcierto, Leopoldo Nóvoa intuyó una nueva realidad, una reinvención a partir de la memoria, de los restos de esos años de trabajo ahora materializados en ceniza. Con los sacos llenos de un polvo en el que se resumía todo lo que uno era y todo lo que uno quería ser, Leopoldo Nóvoa emprendía un nuevo viaje, éste bien anclado entre Armenteira y París, la simbiosis necesaria para que desde ese contacto, con un pie en cada latitud, emergiese su obra más poderosa y madura, en la que se acolmata la memoria a través de esas cenizas, resultado de ese fuego devastador revelador del alma humana ahora hecha materia. Y entre ambos pies, la verdadera patria, aquella infancia de Rilke que en Leopoldo Nóvoa toma el nombre de Raxó, salvavidas en Buenos Aires y ahora, en las últimas décadas de vida, cálido refugio donde subsistir. La playa, los juegos infantiles, el contacto con marineros y vecinos, son el sustrato imprescindible para conocerse a sí mismo. Su obra tendrá una mirada más rotunda hacia el interior del hombre donde el rojo y el negro serán protagonistas. Los huecos y la materia, a través de los más insospechados elementos, se apropiarán de unas geografías cada vez más cerradas, convulsas y apasionadas, pero también estéticamente poderosas y apasionantes. Galicia se rendirá por fin de manera plena, y así, en la Bienal de Arte de Pontevedra de 1996 se le dedica una amplia muestra, que el año siguiente tendrá colofón con una retrospectiva en el CGAC, lo que propició la sucesiva incorporación de sus obras a los fondos Cajas de Ahorro gallegas y en los últimos años, visualizado bajo el amparo de la galería compostela SCQ que en 2006 ofreció su última exposición en Galicia.
¿Y ahora qué?| Sorprende ver, mejor dicho no ver, cómo los grandes medios de comunicación han orillado su muerte, mientras la reciente desaparición de otro inmenso creador, Antoni Tápies, llenó numerosas páginas. Un revelador hecho que muestra el escaso interés de Leopoldo Nóvoa por convertir su obra en un escaparate vanidoso y el lamentable desconocimiento que de su obra todavía se tiene, quizás no tanto en nuestra tierra, como en el resto de España. Tras la muerte quizás sea el momento de revertir esa situación, de profundizar en el legado de un artista como pocos en Galicia. Pontevedra, su tierra de nacimiento, la ciudad que le distinguió con el Premio Ciudad de Pontevedra en 1997, podría tener en su figura un acicate para dinamizar su faceta cultural. ¿Por qué no plantear la creación de una Fundación con su nombre destinada a mostrar y divulgar de manera permanente su obra y figura? Creo que es una ocasión que merece la pena ser analizada para poder así explorar todos estos profundos rastros de poesía y memoria.
Publicado en Diario de Pontevedra 4/03/2012.
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Ceniza, fuego, vacío, volumen, materia…así se ha ido componiendo la obra de Leopoldo Nóvoa, junto a Jorge Castillo, nuestros dos pintores generacionalmente más universales. De Salcedo a París, pasando por el Cono Sur, la obra de Leopoldo Nóvoa se ha estructurado ante un hecho evidente, el hecho artístico. La capacidad del creador para singularizar su obra, para encontrar su propia identidad. Sus piezas configuran (hablamos y hablaremos siempre en presente de su obra, porque tras la muerte del creador será esa obra la que ejerza de notario de lo realizado) un escenario único en la realidad artística gallega y universal. Un territorio cruzado por la poesía a través de una abstracción matérica donde los rastros, la pervivencia del paso del hombre, o la inclusión de elementos simbólicos articularon una trayectoria artística que en mucho recuerda a la del recientemente fallecido Tápies, aunque en el caso del creador gallego, su trabajo se mostraba mucho más depurado, más refinado, más hondo en lo poético, ante un espectador que se adentraba en su obra fascinado por la generación de unos territorios capaces de evocar en él las más diversas reacciones. Piezas con volumen interior, con huecos que se abrían en su superficie, donde se incluían arenas, alambres, vidrios, cenizas… todo esto eran parte de los ingredientes de sus paisajes. Porque al fin y al cabo, Leopoldo Nóvoa era un paisajista, un paisajista audaz y valiente, osado y cautivador, que no temía a lo que había fuera del taller, sino que trabajaba para su propia satisfacción. Estos paisajes fueron los mismos que nos maravillaron en la gran muestra que el CGAC le tributó y desde la que muchos entendimos la dimensión universal de su trabajo. El mural de A Canteira en el parque de Santa Margarida en A Coruña permanece como una de nuestras grandes obras y sirvió para valorar la capacidad del artista en el trabajo desde un formato tridimensional. Es también lo que pretendía Tápies, trascender la pintura y crear un objeto. Y es que en la obra de Leopoldo Nóvoa hay mucho de objeto, en definitiva de creación. Cuando se acercó hace unos pocos meses hasta el Museo de Pontevedra a la presentación del número que la revista ‘Galegos’ le dedicó, sus palabras fueron escasas, como unas fuerzas que se apoyaban débilmente sobre un bastón en el que se hundía en esta Pontevedra que nunca olvidó. Allí ponía ante el público la consideración de su obra, ajena a palabras estériles, a discursos o a adjetivos superfluos, como los que tantas y tantas veces se construyen ante la obra de los artistas, allí se emocionaba ante las palabras de Carlos Valle aludiendo al origen natal de ambos, vinculado a la parroquia de Salcedo, y allí, Leopoldo Nóvoa se comenzaba a materializar en ceniza. La ceniza que tantas veces estuvo presente en su obra, la ceniza a la que quedó reducido su estudio de París y que significó una reconversión, no solo de su trabajo sino también vital, y la ceniza en que su cuerpo se convertirá para volver a este paisaje que siempre contempló desde su privilegiado mirador de Armenteira y a donde regresará para mezclarse con el mar y la montaña en la construcción de su última obra. Su último paisaje.
Publicado en Diario de Pontevedra 25/02/2012.
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