Texto publicado en la serie ‘Gallegos en la escalera’ de El País
Una de las mejores intervenciones artísticas realizadas en un espacio público de este país es el inacabado Mural da Canteira, que Leopoldo Nóvoa realizó en A Coruña a finales de los ochenta, una obra maltratada por el tiempo y por la indiferencia politica. Veinte años antes, en Montevideo, había creado otra de sus grandes obras públicas, el Mural del Cerro, un trabajo de grandes proporciones con el que quería describir “nuestra época, dar a entender nuestros esfuerzos permanentes por llegar a una sociedad más armoniosa, y nuestros continuos fracasos“.
Hay quienes el calendario de su vida les otorga una doble fecha de nacimiento: la que marca su llegada biológica a este mundo y otra que señala un hecho que por su convulsión supone un volver a empezar, un año cero tras el que renacer.
En la vida de Leopoldo Nóvoa se da esa doble referencia. Hijo de padre uruguayo, un diplomático exiliado en plena guerra civil española, abandona su Salceda natal en 1938 para establecerse en Montevideo.
Al mismo tiempo que se matricula en la escuela de arquitectura, comienza a trabajar en una fábrica de cerámica, formación que será de gran utilidad para acometer algunas de sus obras plásticas realizadas para espacios públicos.
A finales de los cuarenta, su espíritu nómada le traslada a Argentina, y en 1952 ya instalado plenamente en Buenos Aires, realiza su primera exposición de la mano por otro gran artista gallego de la diáspora, Luís Seoane. Colabora en la revista “Galicia emigrante” y diseña el cartel del Primer Congreso Internacional de Emigración. Su regreso a Montevideo y su relación con Torres-Garcia, Onetti, Oteiza y posteriormente el crítico Michel Tapié, marcarán su pintura, construida a partir de un vocabulario abstracto que desarrollará y profundizará.
En 1965 se instala en París, donde conoce a Cortázar, Tomasello o Julio le Parc, entre muchos otros, un círculo de intelectuales latinoamericanos con los que compartirá amistad e inquietudes creativas. Son años de intenso trabajo, exponiendo en diferentes ciudades europeas.
Nóvoa es ya un pintor con un lenguaje propio, pintura que adquiere volumen simulando un corazón latente tras la superficie. El año 1979 marca esa otra fecha en el calendario del genio pontevedrés, el volver a nacer, el año cero, el reinventarse tras el desastre. Su estudio parisino sufre un incendio que lo arrasa totalmente, destruyendo las más de 2.000 obras allí almacenadas. De su historia anterior, apenas nada; de la aniquilación, sólo la ceniza, el único testigo para volver a inventarse.
Nóvoa comienza a pintar sin descanso, observando la ceniza y convirtiéndola en su principal aliado, en su fiel acompañante creativo, la base de una pintura que ya no le abandonará. Esa pintura sin color, blanca o negra, austera, sobria, creada sobre la materia, espacio y luz, desprovista de aditamentos, que ha logrado la belleza más compleja, aquella que se consigue con lo más simple. El final de un largo, complejo y doloroso proceso de síntesis.
Dentro de los muros de su casa de Armenteira, a la que regresa cada verano desde hace varias décadas, Leopoldo Nóvoa reina en un mundo de luz y espacio, en el que podría decirse que él y la cenizas con las que construye sus obras han llegado a la simbiosis perfecta. En ningún lugar como en ese espacio monacal, como es la casa restaurada por su amigo Celestino García-Braña, se entiende a un artista tan extraordinario como Leopoldo. En ningún lugar se puede apreciar la belleza de su obra, pero sobre todo la sabiduría y la humanidad de este gallego del mundo.
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